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vladimir putin y el patriarca kirill de moscú . fuente: denver catholic

Nacionalismos religiosos en conflicto

La dimensión religiosa en la guerra ruso-ucraniana

Publicado: 2022-03-04

Mientras los tanques de Putin avanzan sobre el territorio ucraniano, en miles de parroquias ortodoxas orientales se realizan vigilias o plegarias por la paz o por los caídos. Aunque el tono de los rezos podría ser distinto dependiendo del lugar. O del país. En Europa del este la relevancia de lo religioso en los procesos políticos o sociales no se ha debilitado. Más bien se ha intensificado, en gran parte propiciado por la vigorización de los nacionalismos en la era postsoviética. En el caso ruso, también por las nostalgias imperiales de Putin. Veamos el contexto.

La religión predominante en Europa oriental es el cristianismo ortodoxo. Durante el dominio soviético, las iglesias ortodoxas sufrieron diversas formas de hostilidad, si no es que abierta persecución, aunque también se dio un proceso de adaptación, e incluso de cierta colaboración no exenta de tensiones. Con el desmembramiento de la Unión Soviética, la situación cambió. No solo se revitalizó la práctica religiosa, sino que las iglesias ortodoxas empezaron a recuperar el rol privilegiado que históricamente tuvieron en la construcción de los nacionalismos en sus respectivos países: Rumania, Serbia, Grecia, Bulgaria y, por supuesto, Rusia.

Durante el gobierno de Boris Yeltsin se dieron los primeros pasos para la reconciliación entre el Estado ruso y la Iglesia Ortodoxa Rusa (IOR), la más grande numéricamente en el mundo ortodoxo. Dicho acercamiento no solo se concretó en aspectos políticos, sino también con gestos simbólicos, como cuando el propio Yeltsin reconoció su acercamiento personal a la fe. Esta cercanía se convirtió en abierta colaboración desde que Putin asumió el poder el año 2000. Putin recuperó y adaptó los principios de la ideología imperial del zarismo a su régimen: ortodoxia, autocracia y nacionalismo. En la misión de recuperar la gloria de la Santa Madre Rusia, a la IOR le tocaba un rol fundamental. No solo en el frente interno, revitalizando la unión entre fe y patriotismo, sino también en el ámbito externo. En su afirmación del excepcionalismo ruso, Putin se erigió como en uno de los grandes referentes de la ola conservadora global. En un discurso en 2013, afirmó lo siguiente:

Vemos que muchos de los países euroatlánticos están actualmente rechazando sus raíces, incluyendo los valores cristianos que constituyen las bases de la civilización occidental. Están rechazando los principios morales y todas las identidades tradicionales: nacional, cultural, religiosa e incluso sexual. Están implementando políticas que equiparan familias grandes con parejas del mismo sexo, la creencia en Dios con la creencia en Satán. 

inauguración de la catedral de las fuerzas armadas en moscú. Fuente: orthodox times.

En la ideología neozarista del putinismo, las coordenadas del mundo se expresan en categorías teopolíticas. Sus batallas son sagradas y sus enemigos diabólicos. Por ello necesita a la iglesia. Gran parte de su arsenal conceptual y su capacidad movilizadora se fundamentan en el discurso religioso ortodoxo. Una necesidad que es recíproca. La IOR ha también instrumentalizado al putinismo en sus propias batallas por la hegemonía en la hermandad ortodoxa.

Como se sabe, el cristianismo ortodoxo difiere del católico romano en su estructura eclesial. Mientras que la Iglesia católica romana es una monarquía global cuya máxima autoridad es el Papa de Roma, en la ortodoxia oriental cada iglesia nacional goza de autonomía, aunque equilibrada por ciertos consensos históricos confesionales. Uno de ellos es la primacía del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla (PEC), como primus inter pares. Los patriarcas constantinopolitanos no ejercen autoridad efectiva sobre las otras iglesias ortodoxas nacionales, pero todas ellas, reconocen su autoridad simbólica. Bueno, no todas, como la IOR. La relación histórica entre Constantinopla y Moscú pasó por un largo periodo de asimetría a favor de la primera (al menos hasta el siglo XVI) para luego derivar en un relativo equilibrio (siglos XVII-XX) hasta una abierta hostilidad (siglo XXI). Aquí entra el factor ucraniano.

El cristianismo ortodoxo ingresó a Rusia a través de la Rus de Kiev, una federación de pueblos eslavos que dominó los actuales territorios de Ucrania, Bielorrusia y parte de la Rusia europea entre los siglos IX al XIII. Estos tres Estados reclaman ahora ser sus herederos. En 988, Vladimir el grande, gran príncipe de Kiev, se convirtió al cristianismo ortodoxo, iniciando así el proceso de cristianización de su Estado. Putin se ha referido varias veces a este hecho en su discurso revisionista de la historia para convertirlo en el acto fundacional de un imaginado origen nacional común entre los pueblos ruso, ucraniano y bielorruso. El año pasado afirmaba que “la elección espiritual de San Vladimir todavía determina en gran medida nuestra afinidad hoy. Como dijo Oleg el profeta sobre Kiev, ‘que sea la madre de todas las ciudades rusas’". En la mente de Putin, los rusos tienen más derechos históricos sobre la capital ucraniana que los propios ucranianos.

Durante los primeros siglos de cristianización, la iglesia de Kiev estuvo bajo la supervisión del PEC, hasta que en 1325 la sede episcopal se trasladó a Moscú. La situación empezó a cambiar en el contexto de la caída de Constantinopla. Aprovechando la debilidad del PEC, la iglesia rusa decidió en 1448 elegir por su cuenta al Metropolitano de Kiev y toda Rusia, título de su máximo jerarca. Esto originó el primer choque entre Moscú y Constantinopla. Hacia finales del siglo XVI, la naciente monarquía rusa decidió negociar con el PEC y logró que en 1589 este reconociera y elevara a Moscú como una nueva sede patriarcal. Con el progresivo fortalecimiento de la Rusia imperial, el Patriarcado de Moscú se convirtió en el más poderoso e influyente del mundo ortodoxo. En 1686, la sede episcopal de Kiev, que hasta entonces seguía nominalmente bajo la autoridad del PEC, pasó a ser parte formalmente de la IOR, lo que provocó nuevas tensiones entre Moscú y Constantinopla. La situación se mantuvo inalterable hasta 1917, cuando Ucrania se independizó de Rusia en el contexto de la revolución bolchevique. Entonces, un sector de la ortodoxia ucraniana formó la Iglesia Ortodoxa Autocéfala Ucraniana (IOAU), mientras que otro se mantuvo leal a la IOR: la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú (IOU-PM). La efímera independencia ucraniana terminó en 1921 con su incorporación a la URSS. Ambas iglesias persistieron hasta la disolución de la URSS, aunque con intermitencia en el caso de la IOAU.

En 1991 Ucrania volvió a convertirse en un Estado independiente, lo que planteó de nuevo el desafío de la autonomía a la ortodoxia ucraniana. La IOAU se restableció y en su seno se dio una nueva división que dio origen a un tercer grupo: la Iglesia Ortodoxa Ucraniana – Patriarcado de Kyiv (IOU-PK). Aunque ambas congregaban a la mayoría del pueblo ucraniano, carecían del reconocimiento del resto de las iglesias ortodoxas del mundo. La IOR, por supuesto, solo reconocía a la IOU-PM. Con el paso de los años, las dos iglesias autónomas lograron que el Estado ucraniano reconociera su valor simbólico y mejoraron sus relaciones con otras iglesias ortodoxas. Entonces, el factor nacionalista entró plenamente en juego. En Rusia como en Ucrania.

Como ya lo mencioné, la IOR se convirtió en actor principal en el fortalecimiento del nacionalismo expansionista ruso, lo que provocó algunos enfrentamientos con comunidades ortodoxas en algunas exrepúblicas soviéticas y con el PEC. En 1998, por ejemplo, la IOR rompió relaciones con el PEC debido a que este patrocinó la formación de una iglesia ortodoxa autónoma en Estonia. En una declaración emitida el 2000, el Santo Sínodo de la IOR afirmó que la “región de Estonia es una parte autónoma del territorio canónico histórico del Patriarcado de Moscú”. Las coincidencias entre la mirada geopolítica de Putin con la de la jerarquía de la IOR son evidentes. Moscú mira a los antiguos territorios soviéticos como “su” zona natural e histórica de influencia, tanto desde el Kremlin como desde la catedral de San Basilio. La misma lógica se aplicó sobre Ucrania.

El kremlin y la catedral de san basilio en la plaza roja de moscú. fuente: scaliger. 

Ucrania, a diferencia de Estonia, es mayoritariamente ortodoxa y, por tanto, importante en la construcción identitaria del Estado nación ucraniano. Con el paso de los años, los gobiernos ucranianos empezaron a interesarse en fortalecer la posición de las iglesias ortodoxas autónomas de Moscú. La desconfianza hacia la IOU-PM (la iglesia bendecida por Moscú) se acrecentó luego de la invasión rusa en 2014 que culminó con la anexión de Crimea, “tierra santa rusa” según Putin. Una lógica de guerra santa gobierna las narrativas que movilizan la expansión rusa. La tibia reacción de la IOU-PM ante la agresión impulsó al gobierno ucraniano hacia el objetivo de fortalecer su autonomía eclesial ante Moscú. En 2016, el parlamento aprobó una resolución favorable a la formación de una iglesia ortodoxa nacional en el país bajo los auspicios del PEC. Dos años después, el entonces presidente Petró Poroshenko se reunió personalmente con el Patriarca Bartolomé de Constantinopla con el fin de propiciar su apoyo a la autonomía. Para Poroshenko, el destino de la iglesia estaba intrínsecamente ligado al de su nación. “La independencia de nuestra iglesia es parte de nuestras políticas proeuropeas y proucranianas”, afirmó entonces . El nacionalismo ucraniano involucró a la iglesia para defenderse del nacionalismo imperialista ruso, también vinculado al poder religioso. Ambos nacionalismos religiosos colisionaron finalmente cuando el PEC decidió reconocer formalmente a la IOAU y a la IOU-PK y revocar la decisión tomada en 1686 que puso a Kiev bajo la jurisdicción canónica de Moscú. Poco después, en enero de 2019, ambas iglesias se fusionaron para formar la nueva Iglesia Ortodoxa de Ucrania (IOU), cuya autocefalía fue pronto reconocida por Constantinopla y otras iglesias ortodoxas nacionales como la griega. Según estudios estadísticos, el 58 % de la población ucraniana se adhiere a la IOU. El sueño de la iglesia nacional ortodoxa ucraniana finalmente se cumplía. La IOU-PM (dependiente de Moscú) quedó fuera del acuerdo. Por supuesto, esta decisión encendió la ira de Moscú, que cortó su comunión con el PEC, otra vez.

el presidente poroshenko y el metropolitano epifanio de kiev. fuente:  MYKOLA LAZARENKO

Así llegamos a la guerra actual. Con dos nacionalismos enfrentados, uno expansionista y otro defensivo, en los que el factor religioso juega un rol catalizador. No obstante, las intensidades parecen ser distintas. El actual presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, es menos dado a usar la retórica religiosa que Putin. Su discurso se ubica más en un nacionalismo defensivo y cívico con impronta europeísta que en una sacralización dualista del conflicto. El discurso de Putin, en cambio, busca construir un imaginario casi escatológico en el que la supervivencia de Rusia depende del sometimiento de la nación ucraniana, a cuyos líderes califica de genocidas y neonazis. Es sórdidamente paradójico aplicar ese calificativo a Zelenski, un judío secularizado cuya familia sufrió bajo el Holocausto nazi.

A pesar de la abrumadora asimetría en poder entre Putin y Zelenski, el segundo parece tener más éxito en movilizar a la fe. A pesar de no ser particularmente religioso, Zelenski ha logrado unir a las iglesias de su nación alrededor de su narrativa de resistencia, no solo a la ortodoxa, sino también a las minorías católica y protestante. Hasta la rusófila IOU-PM ha condenado vigorosamente la invasión. Su líder espiritual, el Metropolitano Onufry condenó la intervención con palabras fuertes: “La guerra entre estos pueblos es una repetición del pecado de Caín, que mató a su propio hermano por envidia. Una guerra como esta no tiene excusa, ni ante Dios, ni ante el pueblo”. En Moscú recibieron muy mal estas palabras de quien se supone es aliado de la IOR. En general las iglesias del mundo han reaccionado condenando la invasión y movilizando sus recursos de solidaridad para apoyar, concreta o simbólicamente, al pueblo ucraniano y para promover la paz, uno de los valores nucleares de todas las religiones. Hasta el Papa Francisco ha expresado su disposición para promover la paz. Solo en Moscú el discurso religioso se acopla a los designios de Putin. El Patriarca Kirill no solo ha evitado condenar la invasión, sino que ha calificado de “fuerzas del mal” a las fuerzas que resisten la invasión en Ucrania, incluyendo en ellas a sus propios hermanos ortodoxos. Hasta el momento, desoye los llamados de otros jerarcas religiosos para que influya en Putin para parar la guerra o sirva como mediador para restablecer la paz.

Es posible que la invasión rusa logre sus objetivos políticos y militares. A pesar de ello, es muy difícil que logre aplastar la resistencia moral del pueblo ucraniano. Como lo ha señalado Yuval Harari, Putin “se ha asegurado de que, de aquí en adelante, la nación ucraniana se defina a sí misma en oposición a Rusia” . Las derrotas militares con frecuencia construyen narrativas potentes que fortalecen la identidad de los vencidos. Esto incluye al factor religioso. Hasta la rama rusófila de la ortodoxia ucraniana se ha alineado contra Moscú. De esta experiencia probablemente emerjan discursos religiosos que alimenten un nacionalismo ucraniano fuertemente antirruso, mientras que en la ortodoxia rusa se siga fortaleciendo una religión imperial y legitimadora del autoritarismo. Ahí está la tragedia histórica de las religiones maridadas con los nacionalismos o los imperialismos: cuanto más poderosas se perciben a sí mismas, más débil es su fuerza moral.


Escrito por

Juan Fonseca

Historiador, editor y docente universitario. Interesado en reflexionar sobre la religión, la política, la historia y las sexualidades.


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