La oración interreligiosa del Bicentenario
Para quienes creemos en el valor de la diversidad religiosa, la Oración Interreligiosa celebrada ayer fue histórica. Por varias razones. La primera porque implicó el reconocimiento simbólico desde el Estado de la pluralidad religiosa del Perú en el contexto del Bicentenario. Fue la primera vez que un presidente de la república participó de manera presencial y oficial en una ceremonia interreligiosa en el marco de las Fiestas Patrias. Hasta ahora, dicha presencia solo se había dado en la tradicional Misa y Te Deum (católica) y el Servicio de Acción de Gracias que desde hace 15 años organiza la mayoría de las iglesias evangélicas. Mi sueño hace tiempo era que, por esta única ocasión, todas las expresiones religiosas del país se unieran en una sola ceremonia pública. No fue posible del todo. Pero se logró mucho. La Oración celebrada ayer, en la que estuvieron presentes casi todas las confesiones religiosas del Perú fue un gran paso, logrado con mucho esfuerzo por el equipo del Consejo Interreligioso del Perú - Religiones por la Paz: Elías Szczytnicki, Laura Vargas, Raquel Gago, Paula Franco, Sor Eleana Salas, Guillermo Estrugo, entre otros.
Aquí aprovecho para hacer una aclaración a quienes sacan el tema de la laicidad para descalificar esfuerzos como este. Creo en la laicidad del Estado como elemento esencial para la convivencia. Pero no en una laicidad hostil a las espiritualidades, sino en una que escucha y dialoga con ellas, no para sacralizar el Estado o las políticas públicas ciertamente. Creo más bien en una laicidad del reconocimiento (Baubérot y Milot) en la que, en la línea de Habermas, el Estado se erige en árbitro del intercambio de posturas en el debate público, exigiendo que todos los actores planteen sus ideas desde un lenguaje común, secular y ciudadano, pero reconociendo que detrás de dichas “traducciones” existen cosmovisiones religiosas que pertenecen al ámbito privado del ciudadano creyente, y que constituyen la fuerza generadora de su propia intervención en la esfera pública, aún bajo un lenguaje secular. Esto porque “las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza especial para articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana” (Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión). Ese es el valor que hay que rescatar de las religiones y es lo que ellas deben ofrecer a la esfera pública: su potencial ético para humanizar las relaciones y no ese dogmatismo que crea intolerancias y debilita vínculos.
Regresando a la ceremonia, fue significativo que se realice en un espacio sagrado distinto al del núcleo histórico cristiano (católico y evangélico). Se realizó el Templo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a cuyos miembros se les suele denominar mormones. Como descentrando los espacios de encuentro interconfesional, en los que con cierta frecuencia se reproducen las relaciones asimétricas de las religiones en la esfera pública. En un país de mayoría católica como el Perú, se puede caer en la tentación de que en los encuentros interreligiosos se de primacía a los representantes católicos. No ocurrió así en la ceremonia de ayer. No solo gracias al delicado y casi quirúrgico trabajo de "diplomacia" eclesial del Consejo, sino también a la actitud fraterna y horizontal de los jerarcas católicos que estuvieron presentes y que participan activamente en el diálogo interreligioso: el Cardenal Pedro Barreto S.J. y monseñores Carlos Castillo y Salvador Piñeiro, arzobispos de Huancayo, Lima y Ayacucho respectivamente. En el espíritu de Francisco, me resultó grato verlos compartir con sencillez en la mesa con pastores, líderes y laicos de otras confesiones, incluyendo a este humilde historiador.
Los mensajes compartidos en los cantos y oraciones fueron también potentes y relevantes para el momento que vivimos. Se centraron en tanto en los temas éticos que unen a las religiones como en los grandes desafíos que enfrenta nuestra nación en este contexto: paz y justicia frente a las diversas expresiones de la violencia, unidad y cooperación en un contexto de polarización e individualismo, conciencia ambiental y dignidad humana ante las ideologías que mercantilizan a la Tierra y a las personas, esperanza en una era marcada por el dolor, justicia e igualdad de género ante los discursos que violentan a las mujeres y minorías, aspiración a la trascendencia en un mundo que crece en números pero se empequeñece en humanidad. Debo resaltar que estos mensajes no solo salieron de la boca de los líderes religiosos en sus oraciones, sino también en los cantos, en los que participaron voluntariamente reconocidos artistas del país: Susana Baca, Denisse Dibós, Jean Pierre Magnet, Sylvia Falcón, Jaime Cuadra, entre otros. Dicen que cuando se canta se ora dos veces. Con los cantos de ayer oramos decenas de veces.
Las palabras del presidente Sagasti fueron el cierre perfecto para la ceremonia. Como él mismo lo afirmó, decidió usar parte de sus últimas horas como jefe de Estado para disfrutar de un tiempo de serenidad, paz y espiritualidad. Significativo que un hombre que se identifica como no creyente reconozca el valor de la espiritualidad en su dimensión más amplia. En sus propias palabras, las religiones reunidas en oración son como “la grieta por la cual se cuela la luz de la esperanza, de la reconciliación, de lo que podemos ser como país, un país unido en la diversidad”. Diversidad que se visibilizó simbólicamente en el reconocimiento del valor de lo sagrado en nuestras tradiciones ancestrales, a través del sonido del pututo y de la dulzura de nuestras lenguas originarias en algunos de los cantos, incluyendo el Himno Nacional.
Como todo proceso, el diálogo interreligioso deja desafíos y pendientes. Por ejemplo, el de la confianza. No es fácil vencer los resquemores o desconfianzas históricas entre las diversas confesiones. Ello explica el hecho de que algunas instituciones religiosas estuvieran ausentes. La más notable, el Concilio Nacional Evangélico del Perú (Conep). Por lo que sabemos, la presión de algunas denominaciones afiliadas al Concilio propició que su junta directiva se abstuviera de participar. El histórico “miedo al ecumenismo” del fundamentalismo evangélico sale a veces a relucir, no para fortalecer su fe, sino para empequeñecerla. Aún con esos temores, queda pendiente la ampliación del diálogo para incluir a confesiones todavía alejadas del proceso, por ejemplo, a los israelitas del nuevo pacto, y a las espiritualidades andina y amazónica. No para unificar o uniformizar, sino para convivir en medio de lo diverso. En ese sentido, el proceso en sí mismo ya es un mensaje para la nación en el Bicentenario: aprender a encontrar puntos comunes y trabajar por el bien común desde nuestras identidades diversas, desde los rostros multicolores de lo humano.
* Columna originalmente publicada el 27 de julio del 2021 en mi muro de Facebook.