Poder decir adiós es crecer
En estos meses he vivido varias despedidas. Como muchos de ustedes seguramente. De diverso tipo. Desde aquellas que responden a decisiones propias, como alejarse de un proyecto colectivo o de un querer infructuoso, hasta las provocadas por decisiones ajenas o por voluntad del destino. Tal vez son las que más sufrimos, porque son despedidas para las que nunca estamos suficientemente listos. La pandemia nos ha arrebatado a tanta gente valiosa y querida que no alcanzamos a procesar los duelos. La secuencia de adioses es tan vertiginosa que apenas estamos llorando por uno, llega la noticia de la partida de otro. Y hasta los ritos que hacen de la pérdida una experiencia menos dolorosa, también se nos niegan. Entonces el dolor se acumula y recreamos nuestras formas íntimas de decir adiós para persistir en la existencia.
Si los adioses que se nos imponen nos laceran con su impredecibilidad, su frecuencia y la cierta sensación de injusticia del destino, los que decidimos por nosotros mismos ponen a prueba nuestra fuerza de voluntad, nuestra capacidad de desapego. No es fácil tomar la decisión de alejarnos de lo que queremos aunque sepamos que ya no es nuestro camino. La razón y las emociones disputan. La voluntad vacila. No hablo aquí de desapegos que son indispensables para la salud emocional o mental, como cuando nos alejamos de gente tóxica o que nos violenta. Persistir con ellos es patológico. Cuesta más alejarnos de gente maravillosa con quienes compartimos un proyecto ético o que nos hizo renacer sensaciones casi olvidadas de felicidad. Aunque tal vez el verbo no sea "alejarla" sino más reubicarla en nuestra vida, darnos tal vez un tiempo de lejanía para luego otorgarle un sitio nuevo y continuar nuestro camino.
En el último año redescubrí el valor poético de la obra de Cerati, gracias a alguien que significó mucho en ese tiempo. "Poder decir adiós es crecer" dice en uno de sus temas. Tiene razón. Para escribir capítulos nuevos en la vida, reemprender otras búsquedas o construir proyectos colectivos nuevos es necesario atrevernos a decir adiós. Quedarnos en algo en lo que ya no creemos o con gente que ya no cree en nosotros, solo por inercia o cobardía, nos empequeñece. No crecemos. Duele la despedida, sin duda. Como aquellas que se nos imponen, como la muerte del ser querido. Pero, como repite Cerati, "del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer". Al menos yo quiero disfrutar de otros amaneceres.