Criterios para la reapertura de los templos evangélicos
Desde el inicio de la inmovilización social obligatoria, que incluyó el cierre de los lugares de culto, en ciertos sectores del mundo cristiano, en particular su ala fundamentalista, se ha asociado dicha medida con una afectación de la libertad de cultos. Dicha proposición carece de sustento. El ejercicio del culto no se ha prohibido, ni menos suspendido, sino que se ha adaptado a las circunstancias. El uso creativo de la tecnología, así como la fidelidad de las comunidades de fe, ha permitido, no solo que las iglesias no desaparezcan sino que, en muchos casos, se revitalicen. Así lo han entendido la mayoría de líderes y fieles cristianos que han acatado las normas con responsabilidad cívica. Es más, en estos meses muchas iglesias se han convertido en focos de ayuda social para millones de peruanos caídos súbitamente en la pobreza y la precariedad laboral.
Con el paso de los meses, no obstante, se empieza a percibir preocupación entre los líderes evangélicos con respecto a la reapertura de sus templos. Tal vez para el público no creyente es difícil comprender el apremio de los creyentes por reunirse de nuevo presencialmente. Algunos caricaturizan dicho sentir, asociándolo a motivos innobles. Por ejemplo, que detrás de este pedido está la avidez de los pastores por los "diezmos". Aunque no niego que haya pastores amantes del dinero, en realidad la gran mayoría del cuerpo pastoral evangélico está formada por ciudadanos muy humildes que dedican parte de su tiempo a la labor pastoral y que tienen que trabajar adicionalmente para sostenerse. Si se dedican a tiempo completo lo hacen con salarios muy bajos, en su mayoría sin beneficios sociales. El diezmo, además, es un acto que los fieles evangélicos practican voluntariamente. Nadie les obliga a hacerlo, sino que es parte del ideario de autosostenibilidad que las iglesias evangélicas han practicado desde hace décadas dada su condición de minoría y en consistencia con el ideal de laicidad: las iglesias deben ser sostenidas por sus miembros y no por el Estado. En todo caso, el argumento de que la reapertura de los templos se deba a la sed de diezmos de los pastores es insostenible porque, a pesar de los rigores de la pandemia, en la mayoría de iglesias los aportes no han cesado, aunque sí han disminuido significativamente.
En realidad, la reapertura de los templos para el culto es reclamada más por una necesidad simbólica: ser iglesia es finalmente una experiencia de construcción comunitaria de humanidad. En ese sentido, para los creyentes sí constituye un gran sacrificio que durante este tiempo de pandemia, se hayan tenido que privar del culto, no solo por su significado espiritual sino porque para muchos era su principal espacio de socialización. A veces igual o más importante que la propia familia. Puede que desde la mirada no creyente, en particular la que se despliega desde el privilegio, eso no se entienda. Lo paradójico es que ella sí pide comprensión por su angustia por otras experiencias sociales ahora también clausuradas, desde las reuniones familiares a las "pichangas" con los amigos.
Teniendo en cuenta ella, desde hace meses las federaciones evangélicas empezaron a elaborar protocolos para el reinicio del culto en sus templos. Hasta ahora, el Gobierno no da señales de aprobarlos. El argumento de la prevención se impone. No obstante, parece que no ocurre lo mismo con los templos católicos, varios de los cuales ya están abriendo progresivamente, aunque con restricciones. Solo un ejemplo. Hace tres semanas la catedral de Puno anunció el reinicio de sus misas matutinas. Así, muchas otras catedrales y parroquias ya están abriendo, algunas solo para la oración y otras para misas con aforo reducido. ¿Desigualdad religiosa en acción?
Dada la situación, creo que el Gobierno y las federaciones evangélicas deberían tratar este asunto, teniendo en cuenta estos criterios:
1. Prevención. Mientras más se postergue la reapertura de templos mucho mejor. La salud y la vida de las personas, de los creyentes, debe ser la prioridad. Aún cuando el Gobierno apruebe la reapertura, los líderes evangélicos deberían evitar el reinicio de cultos, o hacerlo con el máximo cuidado en los protocolos.
2. Equidad. Las iglesias evangélicas, y el resto de confesiones, deberían recibir el mismo trato que la Iglesia católica. Si ya se inició la reapertura de templos católicos, no encuentro razones para no abrir los evangélicos dentro de un marco de equidad confesional. O se abre para todos o para nadie.
3. Institucionalidad. Las iglesias evangélicas deben evitar que políticos sinvergüenzas, como Alarcón, se apropien de sus demandas por motivos absolutamente subalternos. El Estado, por su parte, no debería aceptar la interlocución de sujetos como Linares u otros líderes fundamentalistas que suelen apropiarse de la representatividad evangélica. Menos aún con aquellos que han instrumentalizado el legítimo sentir de los cristianos para llamar irresponsablemente a la desobediencia al Estado. Solo debe tratar con las federaciones evangélicas.
4. Colaboración. Las iglesias evangélicas, como la Católica, han aportado notablemente en la asistencia social a millones de peruanos. El Estado podría aprovechar esta experiencia para involucrarlas de manera más organizada en la lucha contra la pobreza en el arduo proceso de reconstrucción social y económica que nos espera.
Teniendo en cuenta estos criterios, creo posible que tanto el Estado como las iglesias evangélicas puedan desarrollar un adecuado proceso de reapertura de los templos basado en el principio del bien común.