La oración y el Estado laico
Reflexiones sobre el proyecto de ley sobre el Día Nacional de Oración
Cada cierto tiempo algún político alineado con el fundamentalismo religioso nos sorprende con algún desatino. Esta vez le tocó el turno al congresista Orestes Sánchez, pastor de las Asambleas de Dios y pintoresco representante de la bancada de Podemos Perú. Su proyecto de ley para consagrar oficialmente un Día Nacional de la Oración ha sido mal recibido por la opinión pública, tanto por su colisión con el carácter laico del Estado, como por la torpeza de plantearlo en medio de la crisis global ocasionada por el coronavirus. Aunque seguramente esta norma no logre la aprobación del Legislativo, evidencia una vez más lo dañino que puede ser un político fundamentalista, tanto para el Estado como para las iglesias.
Desde el ámbito jurídico, es clara la inconstitucionalidad del proyecto pues afecta los principios que rigen la laicidad del Estado: “separación entre Estado e iglesia (el Estado no puede tener injerencia o atribuirse funciones vinculadas con el mundo espiritual o religioso), de neutralidad (abstención o indiferencia del Estado frente a la materia religiosa) y de imparcialidad (trato basado en la equidad, con igual deferencia y consideración para las diversas creencias)” (Sosa, 2020). En esta cita, el abogado Juan Manuel Sosa sintetiza estos principios a partir de una reciente sentencia del TC. La sentencia señala, además, que la “laicidad estatal implica que el Estado no puede inmiscuirse en lo religioso, y que toda intervención estatal que tenga relación con contenidos religiosos solo se encuentra constitucionalmente justificada si el propósito laico (es decir el cultural, el no religioso) prima sobre el religioso” (citado en Sosa). No obstante, como el mismo Sosa lo admite, en dicha sentencia del TC, paradójicamente, se reconoció la validez constitucional de la ley que declaraba al Señor de los Milagros como "Patrono de la Espiritualidad Religiosa Católica del Perú y símbolo de religiosidad y sentimiento popular”. Dicha ley fue presentada por el propio Alan García y promulgada por él mismo el año 2010 luego de recibir la aprobación del Congreso. Ante ello, una ciudadana evangélica entabló un recurso de agravio inconstitucional que llegó hasta el TC, el cual recién esta semana resolvió. Esto me lleva a reflexionar desde otro ámbito de la experiencia histórica y social.
A pesar de la vigencia jurídica del principio de laicidad, la realidad es que la Iglesia católica ha logrado, a través de la historia mantener su hegemonía simbólica en el Estado. Ya no es la Iglesia oficial, pero es evidente su influencia. El reconocimiento del patrocinio sobre el Perú de un símbolo religioso católico como el Señor de los Milagros es una evidencia de ello. Es por esta razón que cierto sector evangélico, usualmente de su lado más conservador, asume que proponer proyectos de ley de inspiración confesional es casi reivindicativo. Si el calendario oficial del Estado está lleno de eventos religiosos de inspiración católica, por qué no habría de equipararlo con los de inspiración evangélica, piensan aquellos. Entonces, se plantea el desafío de la igualdad religiosa. De cómo desde el Estado se necesita delinear una política que, basada en el principio de laicidad, trate equitativamente a las distintas expresiones de la fe. Ello debe partir ciertamente desde el Estado y no a partir de estos subterfugios que buscan ciertos actores religiosos, principalmente fundamentalistas, para hacer política con el fin de obtener reconocimientos simbólicos a los que creen tener derecho o, más peligroso aún, confesionalizar las políticas públicas. Y esta última es la faceta más peligrosa de la acción política de sujetos como Orestes Sánchez: penetrar al Estado para imponer su particular ideología religiosa a través del poder que implica tener atribuciones legislativas.
A pesar de ser competidores en el campo religioso, tanto católicos como evangélicos fundamentalistas, están convencidos de que la solución para resolver los problemas de la nación es el establecimiento de sus normas de fe en la legislación. Aunque ciertos políticos, como los Rosas por ejemplo, usan cínicamente dicha ideología, muchos creyentes sencillos creen sinceramente que ese el principal, si no el único, sendero para la salvación de la nación. Este discurso asume tonos apocalípticos y ajusticiadores en contextos de crisis como el que vivimos, pues en la cosmovisión fundamentalista Dios es un ser que disfruta castigando a los pecadores. En consecuencia, buscan las razones por las cuales el país o el mundo entero están siendo castigados por la pandemia. Varios voceros del rostro conservador de la fe ya han lanzado sus hipótesis: los gays, el aborto, la eutanasia, etc. Entonces, si para ellos la pandemia es producida por un factor espiritual, entonces la única salida eficaz para parar la pandemia es también religiosa. En esa línea se ubican, por ejemplo, las delirantes ideas desplegadas por Beatriz Mejía en su última columna: “Los virus, las bacterias, los microorganismos que producen enfermedades y muerte pertenecen al ámbito del mal, por tanto, solo te afectarán si te pasas a ese ámbito o estás viviendo ahí por tus decisiones”. Nada de ciencia, pura superstición, y destinada a normalizar discursos de odio. Desafortunadamente estas ideas, que podrían pasar como pura excentricidad, influyen en las ideas de mucha gente, que a su vez refuerza la base social de los políticos fundamentalistas. El más abyecto uso de la fe con fines políticos. Pero regresemos a la oración.
La oración es una práctica espiritual de enorme simbolismo para los cristianos. A través de la oración, los creyentes se vinculan con lo divino con el fin de activar las fibras espirituales de bondad dentro de sí mismas. La oración, desde un sentido cristiano amplio y profundo, es un instrumento que no busca cambiar el mundo físico, pero sí cambiar a las personas. “La oración, en fin, no está hecha para cambiar a Dios sino para cambiarnos a nosotros”, dice Gabriel María Otárola. En ese sentido, en contextos de crisis, la oración produce recursos emocionales que permiten al creyente manejar con seguridad los miedos y ansiedades que, por ejemplo, produce una pandemia. Así, desde la lógica creyente, la oración no es una acción inútil. Y creo que efectivamente lo es, no en el sentido cuasimágico de detener procesos biológicos o geológicos, sino en el de activar las energías éticas de la gente, sus ganas de ser buenos. Pero aun cuando los creyentes consideren la oración en un sentido taumatúrgico, finalmente están en su derecho de creerlo. Por ello, desde la fe, ofende cuando desde ciertos núcleos increyentes se opina con sorna sobre esa creencia, y otras más.
No obstante, es claro que dentro de un régimen de laicidad, la oración no debería convertirse en una práctica impuesta para todos desde el Estado. El Estado laico, bajo el principio de protección razonable, básicamente no debe interferir en el ejercicio privado y/o colectivo de la oración, como de cualquier otra práctica religiosa, pero tampoco promoverlo y mucho menos imponerlo. Una laicidad de reconocimiento, siguendo la tipología de Bauberot y Milot. No obstante, bajo este mismo principio, el Estado también tiene la potestad de regular las prácticas religiosas cuando ellas ponen en riesgo al conjunto de la ciudadanía. Por ejemplo, cuando en este contexto de crisis sanitaria, algunos pequeños grupos religiosos insisten en desacatar la prohibición de reuniones con el pretexto de que necesitan juntarse para orar por el fin de la pandemia. En ciertos casos, se trata de ciudadanos muy sencillos que, sinceramente, creen que con ello están contribuyendo con el bien de la nación. Pero en otros, como esos pastores de megaiglesias que se niegan a cerrar sus servicios religiosos, hay un interés cínico por evitar perder sus millonarios ingresos aún a costa del bienestar de la gente. Lo mismo ocurre con algunos, como Bolsonaro, que se ha negado a cerrar las iglesias para contentar a los jerarcas fundamentalistas que lo apoyan ciegamente. Un ejemplo evidente de uso político de la fe, tal como la iniciativa del pastor Orestes Sánchez. Si algo unifica a los políticos fundamentalistas es su gusto por manipular la fe al servicio de sus intereses.
Sin embargo, hay que reconocer que muchas iglesias cristianas se han desmarcado de esta instrumentalización política de la fe. En Brasil, a pesar de la renuencia de Bolsonaro, muchas de ellas han cerrado, pensando en lo mejor para su gente y para la población en general. En Perú, las federaciones evangélicas y la mayoría de iglesias no han respaldado la iniciativa de Orestes Sánchez. Para muchas de ellas, la oración es una práctica que no necesita ser reconocida por el Estado para ser fervientemente ejercida. Muchas de ellas están contribuyendo, además, acatando y promoviendo el acatamiento de las disposiciones del Gobierno en este tiempo de crisis. También distribuyendo ayuda social a sectores vulnerables. Queda claro que los desatinos de los políticos fundamentalistas no solo no ayudan a las iglesias, sino que invisibilizan lo bueno que ellas hacen. El fundamentalismo es una amenaza no solo para el Estado, sino incluso para las propias iglesias.