El amor como antídoto
Cada vez que el mundo enfrenta alguna catástrofe grave, muchos creyentes empiezan a ver en ello las señales del fin. Empiezan entonces los sermones apocalípticos, los mensajes centrados en la “ira” del Señor, las oraciones imprecatorias contra los demonios morales del fundamentalismo. Llega el miedo, se impone el miedo. Y sabemos que el miedo distorsiona la voluntad, o moviliza el odio.
Algo de eso se ha visto en el contexto actual de emergencia mundial ante el coronavirus. El miedo tomó la forma de prejuicio ante el extranjero o ante el afectado por el virus. Por ejemplo, resurgieron los viejos estereotipos contra la población asiática. Pero el miedo también ha movilizado el aluvión de mentiras o medias verdades que ahora pululan por las redes. Abunda la gente que cree más en los mitos producidos por fuentes anónimas que en la información certera ofrecida por la ciencia. La paranoia puede finalmente distorsionar de tal manera las actitudes de la gente, al punto de convertirse ella misma en un peligro equivalente, y a veces mayor que el propio virus. Entonces, cuando el miedo prevalece, el amor se ahoga, y el pavimento hacia la deshumanización se asienta.
Según Ken Wilber, “lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. El miedo es el movimiento fundamental de la autocontracción. El amor es el sentimiento primordial de la expansión”. Cuanto más miedo tengamos, nos empequeñecemos como personas. Cuanto más amemos, crecemos en humanidad.
Pero entre el miedo y el amor, hay otro estado intermedio: la indiferencia. La indiferencia, en contraste con el miedo o el amor, carece de intensidad. Es tibia, plana, vacua. La indiferencia no produce sensaciones, sino que busca enfriarlas. Y se basa en el individualismo absoluto. O más bien en el narcisismo. Esa tendencia a pensar que lo único que tiene valor es esa imagen sobredimensionada que muchos tienen sobre sí mismos. Los gatos que se miran leones en el espejo. Solo importan ellos. Los demás son desechables. La indiferencia es el gran pecado de la sociedad contemporánea, construida sobre la base del consumismo, la glorificación del ego, la apatía hacia el otro y el falso sentido del éxito. El problema es que la indiferencia no solo afecta al individuo que la exhibe, sino principalmente a la colectividad, a la posibilidad de construir vínculos sólidos con el otra, con la otra. Es particularmente diabólico cuando la indiferencia se dirige a quienes más sufren. Lo recordó el Papa Francisco hace un tiempo: “La indiferencia es el mayor pecado ante los pobres”. Es también “mirar para otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada".En el contexto actual de emergencia sanitaria ante el coronavirus, tanto el miedo como la indiferencia pueden ser los más eficaces aliados del virus. Son los virus morales que lo fortalecen. Y me atrevo a pensar en que la indiferencia es el peor. El miedo, al fin y al cabo, puede producir actitudes de autocuidado aunque paranoico. La indiferencia, en cambio, genera descuido, por uno mismo y por los demás. Lamentablemente es lo que hemos visto con frecuencia en estos días iniciales de la pandemia en nuestro país. Por ejemplo, en las absurdas compras masivas de papel higiénico o alimentos en los supermercados. Miedo irracional combinado con indiferencia hacia el otro, al que no puede darse el lujo de acaparar lo esencial para vivir. Y no como anomalía actitudinal, sino como consecuencia lógica de la sociedad de consumo, la del capitalismo salvaje, la que produce gente cuya fuente de sentido es la tarjeta de crédito.
La indiferencia también se manifiesta en el desprecio por la ley, en particular cuando ella busca proteger masivamente a la población, en especial a los más vulnerables. Se ha evidenciado, por ejemplo, en el desdén de tantos ante las disposiciones impuestas para evitar reuniones masivas. Como ese grupo de activistas fundamentalistas que se empeñó en seguir haciendo su congreso antiderechos en el hotel Los Delfines, con centenares de personas, poniendo en riesgo incluso a su propia gente. Dicen defender los valores, pero en sus actos muestran su desprecio por la ley y por el ser humano. Muestran también indiferencia quienes prefieren ignorar las disposiciones preventivas del Gobierno para satisfacer su “necesidad” de juerga, aun cuando ello implica ponerse en riesgo y a los demás. La estúpida soberbia con que justifican su irresponsabilidad en un contexto de crisis sanitaria evidencia su adolescencia ética.
Es cierto que la ley no tiene el mejor prestigio en nuestras sociedades. Muchos ciudadanos actúan ante la ley con fastidio y resignación. Como si fuera una carga pesada que soportar y no como una vía para producir sentido de colectividad. Es cierto que la ley también tiene sus fallas, sus vacíos. A veces discrimina y violenta. Pero ahí entra el discernimiento cívico, para entender en qué situaciones sí es necesario acatarlas rigurosamente, y en cuáles más bien es necesario transformarla. En ese punto, creo que el amor en su sentido cristiano constituye un aporte para reforzar el sentido humanizador de la ley. Si la ley no construye humanidad, debe ser cambiada. Si humaniza, vale. El amor por la persona como núcleo de valor. El amor también transforma las actitudes de la gente hacia la ley. Hacer lo correcto por amor, no por temor ni obligación.
Desde la lógica del amor, podemos producir las actitudes que necesitamos para salir delante ante la crisis: solidaridad, autocuidado, responsabilidad, esperanza, etc. Aplicar la lógica del amor cuando nos toque actuar ante las restricciones impuestas por el bien de la colectividad, o cuando estemos ante la posibilidad de acaparar productos que otros también necesitan, o cuando sepamos que alguien de nuestro entorno ha sido afectado por el virus. Y si en nuestro contexto no hay peligro aparente de contagio, hacer caso a las restricciones al menos por solidaridad con quienes sí obligatoriamente deben acatarlas. Finalmente, dejar de salir, de consumir, de viajar, de gastar puede ser también un acto de amor hacia el mundo, hacia el planeta, que en estos tiempos de cuarentena en varios países, podrá tener un poco de descanso.
Entonces pienso en la pertinencia de la palabra de Jesús cuando anuncia las señales antes del fin: “Habrá tanta maldad que el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:12). Más que las catástrofes naturales o las “guerras y rumores de guerras”, lo que está en la raíz de la autodestrucción humana es la congelación de la capacidad de amar. Y en el contexto en que estamos, el amor puede ser el antídoto eficaz que necesitamos para combatir el coronavirus. "El amor ahuyenta la indiferencia y, recíprocamente, el miedo ahuyenta al amor”, decía Aldous Huxley.
Ni miedo ni indiferencia ante la pandemia, sino amor.