Centenario pentecostal
Hace cien años el pentecostalismo llegó al Perú. El 13 de octubre de 1919 arribaron al Callao los misioneros Forrest Barker, su esposa Ethel, su hija Esther y Raymond Hurlbut, todos pertenecientes a las Asambleas de Dios (AD), denominación que se formó en 1914 como efecto del avivamiento pentecostal surgido a inicios del siglo XX en Estados Unidos. Barker y Hurlbut acudieron a Juan Ritchie , coordinador del Comité de Cooperación Misionera del Perú (CCMP) para consultarle sobre las zonas donde convendría empezar una obra pentecostal. El CCMP agrupaba a las misiones protestantes establecidas hasta entonces en el Perú, las que se habían “dividido” el territorio peruano para no entrar en conflicto entre ellas. Ritchie les recomendó ir al Callejón de Huaylas. Así, los Barker se establecieron en el pueblito de Macate (actual provincia de Santa) y Hurlbut en Yungay. Así empezó la historia de una de las expresiones religiosas más dinámicas del Perú contemporáneo.
Durante sus primeros años, los pentecostales sufrieron una fuerte oposición. Eran cristianos poco comprendidos, incluso por los propios protestantes. Su peculiar manera de vivir la fe incomodaba a la sobriedad protestante. Sus liturgias ruidosas y espontáneas, sus expresiones extáticas, su rigurosidad moral los configuraban como fanáticos, al punto que hasta mediados del siglo XX, algunas denominaciones evangélicas seguían considerando al pentecostalismo como una secta. Hurlbut y Barker debieron sentir ese rechazo en sus primeras interrelaciones con Ritchie y el establishment misionero en la Lima de entonces. Unos años antes, en 1911, ya había habido un primer intento de establecimiento pentecostal con el misionero Howard Cragin, quien fue tan fríamente recibido por los misioneros que decidió irse a Ecuador. Sintió que “el Espíritu lo guiaba hacia allá”. Lo mismo dijeron cuando en 1922, Hurlbut y Barker decidieron establecerse por su cuenta en Lima y Huancayo, esta última asignada a los metodistas. Juan Kessler (2010) expresa la desazón del resto de los misioneros hacia los pentecostales por “su insistencia en ir a lugares a donde se sentían guiados por el Espíritu y su inobservancia del acuerdo de 1917” (p. 274).
Pero lo que para el protestantismo clásico era un defecto, para los pentecostales siempre ha sido una virtud. Sentir que la misión no depende de proyectos prediseñados o de un gran aparato financiero, sino de la pura voluntad del creyente impulsado por una fuerza interna indetenible los hace creer que todo es posible. Esa convicción los convirtió con el paso de los años en la principal fuerza del protestantismo peruano y mundial. La oposición nunca los amilanó, sino más bien los enfervorizó.
Dicha oposición no se expresó solo en la incomodidad del resto de la comunidad protestante. En los tiempos en que la hegemonía católica seguía incólume, los pentecostales sufrieron innumerables persecuciones, tal vez más intensas que el resto de los evangélicos. Pero incluso la historiografía protestante los ha ninguneado. El metodista Penzotti y el adventista Zúñiga Camacho siguen siendo los protagonistas de la narrativa épica que ha construida la memoria evangélica alrededor de la libertad de cultos. Pero no se dice mucho sobre el asalto que sufrió un grupo de misioneros pentecostales en el 27 de febrero de 1927 mientras intentaban celebrar el primer bautismo de su congregación en un río cercano a Huaraz. Juan Kessler (2010) lo describe así:
El sacerdote había asegurado a su congregación que, si permitían a los evangélicos bautizar en el río, la Virgen lo haría secar. El obispo de Huaraz, Fray Domingo Vargas, incitó a los indios contra los misioneros, quienes, acto seguido, fueron atacados por 300 indígenas borrachos. Howard Cragin fue herido gravemente y quedó tendido inconsciente en el suelo. Su esposa fue abatida y después arrastrada por los cabellos. Lief Erickson recibió el impacto de una piedra que le hundió el cráneo, lo cual le causó un daño permanente (p. 275).
No fue la única ocasión en que los pentecostales sufrieron persecución. Abundan los reportes al respecto, al menos hasta la década de 1960. No siempre fueron propiciados exclusivamente por la intolerancia católica. Mi abuela, convertida al pentecostalismo en Ancash en los años 50, me contaba de un familiar suyo, líder pentecostal, que acostumbraba destruir esas cruces que se yerguen en los caminos de los Andes. Consideraba sus acciones como proezas contra la “idolatría”. Por ello, más de una vez fue perseguido por furiosos fieles católicos. Intolerancias en guerra. Hay una historia que escribir sobre ello. Uno de los tantos fragmentos vacíos de la historia nacional.
Cuando amainaron las persecuciones de tipo religioso, llegó la violencia política. En los años duros del conflicto interno, los pentecostales sufrieron el embate de la furia asesina de Sendero Luminoso en las comunidades ayacuchanas de Canayre, Ccano, Acos-Vinchos y Ccarhuahuarán (CVR, 2003, p. 470). En medio de ayunos o vigilias, decenas de fieles pentecostales perecieron. También se sabe de innumerables víctimas en otras regiones, como la selva central o Lima. Como dice Ponciano del Pino, para los pentecostales enfrentar a la subversión fue una “guerra santa”.
Los pentecostales no solo han sufrido diversas violencias en su historia. La pobreza y la exclusión también han sellado su identidad. El pentecostalismo ha sido la religión de los pobres, de los excluidos, de los ninguneados. Como ya lo vimos, desde sus inicios fueron vistos con cierto desdén por sus propios hermanos evangélicos, no solo por sus “desbordes” litúrgicos, sino por su débil formación teológica y su procedencia social. Los pastores pentecostales no se pasaban años estudiando teología. Para ellos, lo principal era la praxis misional y el ejercicio del carisma. Eran pobres que guiaban a otros pobres en el camino de la fe. Tal vez allí estuvo el núcleo de su éxito demográfico, que justamente empezó cuando en sus iglesias los misioneros extranjeros fueron sustituidos por pastores nativos.
Con el paso de los años, el pentecostalismo se institucionalizó. La iglesia madre de la mayoría de denominaciones pentecostales fue las Asambleas de Dios del Perú (ADP). Desde ella, por razones y conflictos diversos, se derivaron decenas de nuevas denominaciones o iglesias pentecostales autónomas. La Iglesia de Dios del Perú (IDP), también de procedencia norteamericana, es una de las pocas que se estableció en el país ajena a las ADP. A diferencia del pentecostalismo chileno, que nació autónomamente, el peruano provino desde las ramas hegemónicas del pentecostalismo norteamericano (1). Ambas denominaciones, junto a otras como la Iglesia Pentecostal del Perú, jugaron un rol importante en la institucionalización del protestantismo evangélico alrededor del CONEP. Lamentablemente, hace dos años, las ADP decidieron retirarse de esta federación evangélica .
A pesar de su institucionalización, los pentecostales han creado una identidad confesional, una religiosidad con rasgos propios que persiste hasta hoy. La cultura pentecostal no solo se expresa en sus creencias o prácticas rituales, sino en una forma particular de hablar, de interrelacionarse, de pensar el mundo, de administrar el cuerpo, de construir comunidad. Aún ahora, en que el neopentecostalismo hegemoniza en la construcción identitaria de lo evangélico, la cultura pentecostal clásica se resiste a desaparecer. Es una cultura que evidencia luces y sombras, y que no siempre es comprendida. Los pentecostales aman la vida en comunidad, practican diversas formas de solidaridad y dignifican al pobre. Un aspecto poco reconocido es la capacidad transformadora de la fe pentecostal en las relaciones de género. En la ética pentecostal las expresiones más violentas del machismo están censuradas. Entre los hombres pentecostales, las emociones y las expresiones de afecto no se inhiben, y los “mujeriegos” son reprobados. Las mujeres pentecostales acceden a los espacios de poder en sus iglesias, al menos en la mayoría de ellas. En la IDP las mujeres ya pueden llegar a ser obispas, y en otras denominaciones se avanza en la lucha por la igualdad.
No obstante, la cultura pentecostal también tiene sus sombras: el gusto por la vida en comunidad a veces anula a los sujetos o se transforma en sectarismo, el amor por las personas se convierte en odio implícito cuando ellas construyen identidades sexuales o de género disidentes, la dignificación del pobre a veces se torna en manipulación, y en las relaciones de género persisten núcleos discursivos que jerarquizan o inmovilizan los roles. La hermenéutica fundamentalista construye un discurso que sostiene sus aspectos más sombríos. Pero en las generaciones jóvenes se empieza a notar preocupación por aggiornarse, por repensar su cultura religiosa sin diluirla.
Hace poco participé en la celebración que organizaron las ADP para conmemorar su centenario. En ella pude observar algo de esta dinámica de persistencia y cambio en la cultura pentecostal. En lo litúrgico, se mezclaban la himnología clásica (“He decidido seguir a Cristo”) y las expresiones musicales autóctonas con el estilo pop de Miel San Marcos. Cincuenta mil feligreses disfrutando compactamente de todo. En las megaiglesias neopentecostales solo se impone el pop cristiano. También me llamó la atención la vestimenta. En general, los pentecostales no usan trajes distintivos. Pero todavía se nota la tendencia a la moderación, al pudor. En el área comercial del evento me topé con tres puestos de “moda cristiana”: en general, vestidos largos y recatados para las mujeres, trajes azules y camisas blancas para los hombres. La mayoría ya no viste así. Pero persiste en el imaginario la aspiración a deserotizar el cuerpo a través de la vestimenta. El temor a la sexualidad es uno de los tabúes de los que pentecostales aún no se liberan.
Históricamente reacios a las aventuras políticas, los pentecostales han experimentado un cambio importante en los últimos años. Esto no implica desconocer su participación en coyunturas precisas. El estudio de Gerson Julcarima (2005) sobre la participación de los pentecostales en los procesos de toma de tierras en Cerro de Pasco evidencia que no estuvieron tan ajenos como se suele pensar. No obstante, es cierto que en general evitaban incursionar en plataformas electorales. Sus primeros políticos conocidos dejaron mucho que desear, como el fujimorista Alejandro Abanto, congresista entre 1995 y 2000, famoso por su proyecto de ley para prohibir las minifaldas. En los últimos años, los pentecostales se han debatido entre sumarse de lleno o no a la cruzada fundamentalista contra el enfoque de género. Algunas, como la IDP, se resistieron a convertirse en comparsa de Con mis hijos no te metas. Otras, como las ADP, sí cayeron en la tentación de la cruzada. De hecho que en una de las noches de celebración del centenario de las ADP, estuvieron los congresistas Julio Rosas y Pedro Olaechea. La capacidad reflexiva y el sentido pastoral de sus respectivos liderazgos han determinado en gran medida estos distintos caminos. Parafraseando a Darío López, teólogo pentecostal y ex obispo nacional de la IDP, el liderazgo pentecostal debe aprender a manejar la “seducción del poder”.
El pentecostalismo cumplió un siglo en el Perú. Es parte de la historia nacional y merece una reflexión profunda sobre su rol como actor religioso, social y político en el país. Aprovechando las celebraciones, las ADP publicaron un libro titulado Camino de Fuego (ADP, 2019). Un intento de construir memoria histórica, aunque sin la rigurosidad historiográfica necesaria. Pero es remarcable que los propios pentecostales al fin estén pensando sobre su pasado. Recordar que durante gran parte de su ya centenaria historia estuvieron en el lado de los perseguidos y excluidos podría servirles para evitar que su acceso al poder sirva para oprimir a quienes ocupan ahora ese lugar.
Notas
(1) La otra denominación pentecostal conocida es el Movimiento Misionero Mundial (MMM), una de las expresiones más radicales del conservadurismo evangélico. Por sus características peculiares, no la incluyo en mi análisis.
Referencias
Asambleas de Dios del Perú (2019). Camino de fuego. Lima: Corporación Cultural y Educativa Las Asambleas de Dios del Perú.
CVR (2003). Comisión de la Verdad y Reconciliación. Informe Final. Recuperado de http://cverdad.org.pe/ifinal/
Julcarima, G. (2005). Los pentecostales y la toma de tierras en Cerro de Pasco (1958-1962). En Socialismo y participación, CEDEP, 94, pp. 135-146.
Kessler, J. (2010). Historia de la Evangelización en el Perú. Lima: Puma.