Las narrativas sobre la "primavera cívica" latinoamericana
Hace un par de semanas caminaba por el centro de Sao Paulo y de pronto me topé con un pequeña pero bulliciosa manifestación juvenil en solidaridad con el pueblo chileno. Era un conjunto de jóvenes artistas y estudiantes de diversos países latinoamericanos que no solo se solidarizaban con la furia popular chilena, sino también con otras “furias” de la región: la de los bolivianos contra Evo, la de los ecuatorianos contra Lenin, la de los haitianos contra Jovenel, la de los venezolanos contra Maduro. Conversé largamente con tres de ellos, dos bolivianos y una chilena, para intentar comprender el sentido tan heterógeneo de su protesta. Una de ellas me lo resumió así: “estamos hartos de que los poderosos nos agarren pa’l hueveo (sic)”.
Desde hace dos meses las calles latinoamericanas están movilizadas, furiosas con los de arriba, sean de izquierda o de derecha. Pero desde las trincheras del “socialismo del siglo XXI” y de la ultraderecha neofascista las protestas son leídas de manera convenientemente distinta. La izquierda celebró las masivas movilizaciones del pueblo ecuatoriano contra el alza del combustible establecida por Lenin Moreno. La intervención del poderoso movimiento indígena le añadió épica a la gesta. Desde el correísmo intentaron aprovechar al caos para buscar la caída de su antiguo alfil, ahora convertido, según Atilio Borón, en “lacayo del imperio”. El movimiento indígena se desmarcó de las maniobras del correísmo y finalmente negoció con el Gobierno de Lenin Moreno. Desde las tribunas izquierdistas esto fue celebrado como un gran triunfo popular. Efectivamente, lo fue, a pesar del correísmo.
Apenas se calmaba Quito, Santiago empezaba arder. La cólera juvenil contra el alza de los pasajes en el metro se convirtió en la chispa que inició la mayor crisis social en el Chile de la posdictadura. Una auténtica revolución contra la desigualdad propiciada en el corazón del “niño modelo” del neoliberalismo latinoamericano. Con sensatez cívica, millones de chilenos se han unido a las protestas, en general pacíficamente, pero también con inesperada violencia, poniendo en jaque al Gobierno de Piñera. De nuevo, desde las canteras de la izquierda se ha celebrado eufóricamente este movimiento como una expresión clara del descontento popular con el sistema neoliberal. Efectivamente, lo es.
Si la narrativa sobre la “primavera cívica” latinoamericana se redujera a los casos chileno y ecuatoriano, se podría decir que las izquierdas de la región tienen razón. Las calles se sublevan contra el neoliberalismo, el imperio, el FMI, etc. Las victorias electorales de López Obrador en México y la dupla Fernández en Argentina parecen darles la razón. Algunos ya celebran el viraje de la política continental de nuevo hacia la izquierda. Desde Caracas, Diosdado Cabello auguró que esto “es apenas la brisita, y viene un huracán bolivariano”. Diosdado, cínico, no reconoce que el “huracán bolivariano” ya devastó su propio país.
Es que en la narrativa de ciertas izquierdas las protestas populares se tornan épicas solo cuando se movilizan contra gobiernos de derecha o contra la economía neoliberal. Pero cuando se movilizan contra sus líderes, la épica se convierte en teoría conspirativa. Si en las calles de Santiago los estudiantes encapuchados son casi héroes, en La Paz o Caracas son “peones de la oligarquía”. No se mira igual y se narra desde la miopía.
Lo mismo ocurre con las derechas más conservadoras. Para ellas, los muchachos que marchan en Caracas son héroes de la democracia y, por supuesto, han celebrado la movilización cívica boliviana. Pero miraron con desconfianza a las protestas ecuatorianas y, en especial a las chilenas. En el propio Chile, Piñera empezó hablando de estar “en guerra”, aunque luego se moderó. Pero el ultraderechista José Antonio Kast sigue azuzando: “¿Seguimos en guerra? Sí, una guerra material que se libra en las calles, que vemos todos los días cuando cientos de vándalos y delincuentes siguen arrasando con nuestro espacio público, sembrando el terror y limitando la libertad de miles de chilenos”. Para Kast, -el “Bolsonaro chileno”-, quienes están detrás de las marchas son “organizaciones que buscan subvertir la institucionalidad atacando nuestra Constitución”.
Esta narrativa ha sido replicada por las ultraderechas en varios países. En el nuestro, Cecilia Valenzuela afirmó hace poco que en Chile hay “una insurgencia anarquista que podría ser aprovechada por la extrema izquierda”. Las derechas más reaccionarias ven con pánico el estallido chileno porque desarticula su autocomplacencia sobre un modelo neoliberal que, aunque produce riqueza, también profundiza la desigualdad. En los últimos 30 años Chile ha sido el laboratorio perfecto de las políticas neoliberales. Pero los chilenos ya se cansaron de ser los silenciosos conejillos de indias de la Escuela de Chicago. Chile, la encarnación mesiánica del dogma neoliberal, ha mostrado sus profundas imperfecciones.
Estas narrativas, tanto de la izquierda chavista como de la ultraderecha bolsonarista, reflejan sus respectivas falencias democráticas, su absoluta incongruencia con los valores republicanos. Mientras que la extrema izquierda se valora la comprensión social y económica, aunque ello implique justificar los autoritarismos políticos, la ultraderecha se parapeta en defender el sistema político, pero solo en tanto sostenga el modelo económico neoliberal. Para ciertas izquierdas las ilegales reelecciones de Maduro, Evo y Ortega son perdonables porque, según ellas, han liderado los cambios profundos a favor de la justicia social. Para ciertas derechas, el macartismo ideológico de Bolsonaro es tolerable en tanto se profundicen las reformas económicas neoliberales. Y si para ello es necesario justificar golpes de Estado, como el de Honduras o, más antes, autoritarismos como el de Fujimori, encontrarán la manera de construir una narrativa sobre la democracia que los justifique, incluso instrumentalizando a la fe con el apoyo de los fundamentalistas cristianos.
Estas narrativas, que homogenizan las realidades para ajustarlas a sus criterios ideológicos, que no toleran la disidencia en el pensamiento, que satanizan al otro político, que destruyen la posibilidad de consensos, son las que lamentablemente se imponen en el debate público y dejan con pocas opciones a quienes buscan explicaciones más matizadas de la realidad.
Es que para comprender el sentido de las protestas latinoamericanas deberíamos reconocer, en primer lugar, la singularidad de cada caso. Por ejemplo, cuando se explican las protestas a partir del factor corrupción, hay que entender que ella sobrepasa las fronteras ideológicas. En el Perú, la alianza entre el fujimorismo y el fundamentalismo religioso se ha constituido en el principal operador de la corrupción, aun cuando esta ha manchado a todo el espectro político, desde la izquierda democrática (Villarán) hasta la derecha liberal (PPK). En el imaginario nacional peruano prevalece, al menos por ahora, la asociación entre derecha conservadora y corrupción. Eso explicó, en gran medida, las masivas movilizaciones pidiendo el cierre del Congreso. En Brasil, en cambio, la corrupción se asoció más con los gobiernos izquierdistas del PT, aun cuando, como en Perú, este flagelo tocó a todo el espectro político. Y aunque también han indicios de corrupción alrededor de Bolsonaro, este construyó una narrativa antiizquierdista basándose en dicha asociación, reforzada por supuesto en la activación maligna de miedos basadas en las fake news, el instrumento de propaganda más eficaz de los últimos tiempos.
También hay que entender que en toda convulsión social, por más elevadas que sean sus causas originarias, también se exacerban los instintos más bajos, los cuales pueden ser aprovechados por caudillos nefastos de uno u otro lado. Es lo que ha ocurrido en Bolivia, en donde, en medio de las protestas cívicas, han emergido las peores expresiones de racismo, clasismo, machismo y fundamentalismo religioso capitalizadas por un personaje nefasto como Luis Fernando Camacho. Puede ocurrir también en las manifestaciones chilenas, legítimas en su sentido cívico, pero que también están siendo aprovechadas por algunos sectores minoritarios para desatar la violencia y el pillaje.
Un caso que muestra con claridad las complejidades de esta “primavera cívica” es Haití, el país más pobre y olvidado de América. Tal vez muy pocos saben que desde hace dos meses los haitianos están en las calles movilizándose contra el gobierno de Jovenel Moïse. Las causas de la movilización son diversas y algo confusas: la corrupción del régimen, las sospechas de fraude en la elección del presidente, la profunda crisis económica, el desabastecimiento del petróleo, etc. En la crisis haitiana las narrativas ideológicas se entremezclan. Desde el lente de derecha prima como causa originaria la diplomacia del “petróleo” de la Venezuela chavista. Efectivamente, las acusaciones de corrupción contra Jovenel Moïse se concentran en los oscuros manejos en el programa PetroCaribe, creado el 2005 por el régimen de Hugo Chávez. Desde la izquierda se enfocan en la crítica al fracaso de las políticas de asistencia humanitaria promovidas por Estados Unidos. Algo de cierto hay en ambas explicaciones, pero para hacerlas confluir hay que razonar con menos dogmatismo ideológico. Y también escuchar más, a los propios haitianos, para entender las causas de su indignación.
Tal vez esto último pueda calificar como factor común en las protestas de la “primavera cívica” latinoamericana: la sordera voluntaria de nuestras elites hacia la ciudadanía. Como me decían los muchachos de la marcha en Sao Paulo, cuando los ciudadanos piden a los políticos cambios para mejorar la calidad de vida siempre argumentan que no se puede. Recién cuando irrumpen en las calles, a veces con violencia, acceden a cambiar. Entonces, los cambios en el modelo económico sí son posibles, sino que los de arriba no querían hacerlo. O cuando los ciudadanos depositan sus esperanzas en líderes con narrativas de vida inspiradoras como Evo Morales para luego sentirse engañados, irrespetados, pues emerge la indignación. La sensación de sentirse “cojudeados” por la clase política, de izquierda o de derecha, es, tal vez, la razón principal de las movilizaciones cívicas. La gente está harta de ser engañada por los de arriba. Hay praxis democrática, valores republicanos, en esa actitud, compleja en sus causas y expresiones, pero con un núcleo cívico que expresa legítimos descontentos y profundas esperanzas. Y las narrativas extremas de uno u otro lado del espectro político no ayudan a entender la complejidad de las sensaciones que viven las ciudadanías latinoamericanas. Más bien son fuego que atiza las tensiones, humo que nubla las miradas. Son parte del problema. De ellas yo también estoy harto.