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imagen: Piko Tamashiro / GEC / perú21

Lecciones de la disolución

Publicado: 2019-10-03

“Estoy aquí por mi plata”, dijo Esther Saavedra en su última y deplorable intervención en el disuelto Congreso. Su discurso fue el canto del cisne del peor parlamento de nuestra historia. Sus gestos matonescos, sus ideas xenófobas y la elementalidad de su lenguaje ejemplificaron perfectamente a esa gavilla de mediocres que vivieron de nuestro dinero para servir de peones de la corrupción. Si viviéramos en una democracia más o menos funcional, a lo máximo que podría aspirar alguien como Saavedra es a guardaespaldas de algún mafioso o mafiosa. Bueno, es más o menos lo que ha sido. 

No había manera de tolerar dos años más a este Congreso, repleto de corruptos o de sus protectores, abundante en ignorancia y carente de decencia. Es cierto que en una democracia lo ideal es respetar los periodos de gestión. Pero más importante es respetar a la ciudadanía, respetarnos a nosotros mismos, por supuesto que en el marco de la ley. Es lo que el presidente Vizcarra comprendió y, al menos en eso, empatizó con el sentir de la mayoría de la nación. En ese sentido, su medida fue preventiva, una dolorosa vacuna para evitar que la confianza en el sistema democrático se diluyera por completo. Lo que ha demostrado el presidente es que sí es posible resolver los desafíos de la política dentro del sistema. En un país donde se venera la mano firme en los políticos, es aleccionador que el presidente la haya mostrado, sin caer en la tentación de la ilegalidad ni del autoritarismo. Si seguía el estilo PPK, débil y frívolo, no solo iba a terminar vacado, sino que hubiera atizado el descontento de la población con un sistema político en el que los felones se imponen, no por la razón sino por la fuerza. El modelo PPK implicaba abrir las puertas al extremismo antisistema, de derecha o de izquierda, en el 2021.

Es cierto que hay posturas discrepantes en relación con la constitucionalidad de la disolución. Por un lado, están los constitucionalistas o “analistas” que descalifican la medida presidencial a partir de interpretaciones legalistas o formalistas de la Constitución. Es simbólico que la mayoría de quienes se ubican en esa postura son hombres blancos de la tercera edad. Pero también hay respetables constitucionalistas, como César Landa u Omar Cairo, que validan la disolución con argumentos razonables. En todo caso, como lo ha reconocido la OEA, la constitucionalidad de la medida está en el ámbito de lo debatible y corresponderá al Tribunal Constitucional dirimir al respecto. Como lo señala Juan de la Puente, en este debate no solo hay que oír a los constitucionalistas. La Constitución no es un tótem. Es interpretable y, por tanto, su aplicación depende no solo de la fortaleza de la argumentación de una u otra postura, sino de la viabilidad y pertinencia de su aplicación en el mundo real. En ese sentido, ciertos juristas actúan ante la Constitución como los fundamentalistas ante la Biblia, asumiendo que solo su interpretación en la única correcta y deshistorizando su aplicabilidad. Se creen oráculos de un saber oculto. Por supuesto que la Constitución es el marco legal que siempre debe ser respetado. Pero en los casos en los que existan disensos debido a los vacíos del propio texto, es necesario reconocer la divergencia, atenuar el ego y respetar lo que decida la única instancia cuya interpretación es obligatoriamente aplicable: el Tribunal Constitucional. Entonces, seguir con el sonsonete de que ha habido un golpe de Estado, cuando hay posiciones encontradas al respecto y cuando la maquinaria estatal (salvo el Congreso) sigue trabajando con absoluta normalidad, es absurdo. Además, la narrativa del “golpe” se vacía de contenido cada vez que se confronta con la realidad.

Sin duda que el fujiaprismo y sus satélites continuarán vociferando en las semanas y meses que vienen, intentando incluso subvertir el orden democrático. Son expertos en esas maquinaciones. Esto implica reconocer que lo que elegimos el 2016 fue en realidad a una fuerza política autoritaria, populista y ultraconservadora que, tal como sus émulos en el resto del mundo, se subió a la nave de la democracia para carcomerla por dentro. Keiko Fujimori eligió a lo peor de sus filas porque en realidad desprecia al Congreso, a la democracia. Pudo ser nuestra Trump. Como lo señaló Julio Guzmán hace unas semanas, no hay que esperar al Bolsonaro peruano en el 2021. Lo elegimos hace tres años, encarnado en los becerriles, betetas, rosas y arimborgos, aunque con un poder limitado al ámbito congresal. Pero aún desde allí buscaron corromper al Estado y destruir los fundamentos de la convivencia democrática, promoviendo políticas de odio y normalizando un estilo matonesco de hacer política. Con el extremismo de derecha no se dialoga. Se le resiste. En todo el mundo, los matones de la ultraderecha (Trump, Bolsonaro, Johnson, Netanyahu, Salvini, Erdogan, etc.) se aprovechan de los espacios del sistema democrático para imponerse sobre la base del atropello de la ley, la movilización del miedo y la glorificación de la agresividad. Muchos partidos políticos reaccionan al estilo PPK: buscando ingenuamente el consenso con ellos o cediendo a sus demandas, a lo Chamberlain. La reciente crisis política italiana mostró un buen ejemplo de cómo resistirlos. Ante la prepotencia de Salvini para imponerse en el poder, el M5S y los socialdemócratas se unieron alrededor del premier Conte y echaron a la ultraderecha del Gobierno. Con carácter, unidad, movilización y legalidad.

De alguna manera, lo ocurrido en el Perú ha sido otro capítulo más de esa resistencia global de las democracias ante la amenaza de los populismos de extrema derecha. En la larga batalla vivida en estos tres años, ha sido la articulación de las fuerzas progresistas, de la izquierda y de la derecha liberal, la que resistió obstinadamente el ataque de lo que Juan de la Puente denomina la coalición conservadora: fujiaprismo, fundamentalismo y militarismo. Los poderes económicos han favorecido a uno u otro bando según su conveniencia, aunque principalmente al segundo, como lo muestra el reciente comunicado de la Confiep. PPK, puesto en la presidencia gracias a la alianza progresista, fracasó por su debilidad y su complacencia con el fujiaprismo. Vizcarra, a quien la coalición conservadora quiso domesticar desde el inicio, supo leer los acontecimientos y asumió el liderazgo fáctico de la plataforma democrática progresista, empoderada por el apoyo masivo de la población y de los gobiernos regionales en su lucha contra la corrupción. La movilización ciudadana fue clave para reforzar las decisiones del presidente.

Finalmente, hay que reconocer el rol que jugaron en el Congreso las bancadas identificadas con la plataforma democrática progresista, algunos de cuyos integrantes salvaron el honor de tan desprestigiada institución. Gente joven y coherente como Marisa Glave, Indira Huillca o Alberto de Belaunde fueron excepciones brillantes y esperanzadoras en medio de un mar de mediocridad y vileza. No todo fue Esther Saavedra. Hay que rescatar a las figuras que adecentan la política y valorar la importancia del Congreso para el sistema democrático. No está bien normalizar la idea de que el Congreso no sirve. Pero hay que aprender las lecciones que nos deja este triste episodio de nuestra historia: que hay que elegir mejor, que hay que jubilar para siempre a los mediocres y corruptos, que sí hay gente valiosa en la política, que existe alguna esperanza.


Escrito por

Juan Fonseca

Historiador, editor y docente universitario. Interesado en reflexionar sobre la religión, la política, la historia y las sexualidades.


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