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Imagen: Getty Images.

La fe del miedo

Explorando la lógica que subyace al rostro público del fundamentalismo

Publicado: 2019-09-21

Uno de mis miedos infantiles estuvo relacionado con el suceso del arrebatamiento, también conocido como el “rapto”. Criado en un entorno evangélico, estaba convencido de la inminencia del arrebatamiento. Recuerdo el pánico que sentí cuando una tarde en casa, desperté súbitamente y vi tiradas en el piso algunas prendas de mi hermano. Busqué a mi familia por toda la casa. Nadie estaba. Inferí, aterrado, que el rapto ya había ocurrido y que me había quedado. Quise asegurarme y prendí la radio. Esperaba escuchar las catastróficas noticias que supuestamente debían ocurrir luego de ese gran suceso. Obviamente, no había nada anormal. Aún inseguro, salí a la calle. Mi pavor se desvaneció al ver a mi hermano. Al menos no me quedé solo pensé.   

El arrebatamiento, también conocido como el “rapto”, es una de las creencias escatológicas más características del fundamentalismo evangélico (1). Según esta doctrina, al final de los tiempos, todos los creyentes vivos serán llevados hacia las nubes para encontrarse con Cristo. Al mismo tiempo, los creyentes muertos resucitarán para unirse a ese gran encuentro cósmico. Es una creencia que ha ejercido una enorme influencia en la cosmovisión y las prácticas del protestantismo evangélico, en particular en sus sectores más conservadores. Refleja, además, uno de los rasgos de la ideología que ha sostenido al fundamentalismo evangélico durante décadas: el miedo.

El miedo ha sido una de las fuentes de poder de las religiones desde los inicios de la historia humana. Los miedos hacia lo inexplicable, lo diferente y lo novedoso fueron instrumentalizados por las jerarquías religiosas en todas las culturas para tutelar las conciencias y autogenerar su legitimidad dentro de las sociedades. Para muchos creyentes, en particular los fundamentalistas, esta crítica suele activar las alarmas de la apologética. No creo que deba tomarse de esa manera. Es una crítica que, desde la creencia, debemos asumir como un desafío más que como un ataque.

Aunque el miedo está más o menos presente en las diversas expresiones del cristianismo, en el fundamentalismo constituye su piedra angular. Subyace a todo su aparato doctrinario, no solo en el escatológico. En su tesis sobre el individuo dentro del Movimiento Misionero Mundial (MMM), la socióloga Alondra Oviedo explica lo siguiente:

Según los miembros del Movimiento ya estaríamos viviendo los “últimos días”, pues, según ellos ya se estarían viviendo las revelaciones de Juan en el libro del Apocalipsis. De ahí la necesidad de “arrepentirnos de nuestros pecados” y “rendirnos a los pies de Cristo”; de no ser así, lo que nos espera “es la condenación eterna en el Hades”. Hay como se observa una insistencia en formarlos en el temor, y en las consecuencias que tendrían aquellos que se “desvíen del camino correcto”. Los creyentes asustados son más susceptibles a la obediencia sistemática (Oviedo, 2018, p. 131).

En los creyentes del MMM, el miedo no solo refuerza su urgencia de persistir en la fe, sino que los habilita para la sujeción obsecuente a la autoridad religiosa. Todo ello enmarcado en un contexto de pánico constante ante el devenir cósmico de una divinidad arbitraria que busca construir sujetos morales no a partir del amor por lo bueno sino del terror frente al porvenir. Las autoridades religiosas son conscientes de que su poder sobre la feligresía se acrecienta cuando el miedo es un insumo permanente de la narrativa de la fe. Cuanto más aterrado está el creyente, más se aferra a su comunidad de fe, porque encuentra en ella la seguridad que necesita para asegurar su salvación, aun cuando su propia dignidad sea muchas veces atropellada o diluida en un proceso de homogenización identitaria. El creyente subsume su identidad dentro de una colectividad que lo convence de que fuera de ella es imposible asegurar su salvación y tampoco alcanzar el nivel ético que Dios espera de él.

El miedo también se asienta sobre la pobreza. El MMM, así como muchas comunidades evangélicas, florece en los sectores más pobres del país. Los mecanismos de solidaridad o asistencia social que han creado pueden ser vitales para los feligreses. Alejarse de la comunidad de fe podría implicar perderlos. Si, además, la comunidad comparte el discurso de la teología de la prosperidad, el creyente puede inferir que alejarse de la fe podría privarlo del acceso a los recursos mágico-religiosos que le permitirán alcanzar el “éxito”. Bajo ese contexto, es comprensible que muchos creyentes evangélicos asuman la crítica a su comunidad como una agresión casi personal que pone en riesgo la estructura que les ofrece seguridad en la vida presente y futura. Temen perder su única fuente de sentido.

Por supuesto, el miedo no es el único dispositivo que genera sentido de pertenencia. Se entrecruza con sensaciones positivas, como la alegría, el compañerismo o la esperanza. Un antiguo canto evangélico decía “hay un pueblo que vive muy feliz, muy feliz, es el pueblo, el pueblo del Señor”. En las comunidades evangélicas abundan las sonrisas y el afecto, incluso en las más cerradas como el MMM. El miedo no necesariamente priva al sujeto de su capacidad para el goce. Podría decirse que incluso lo alimenta, pues la sensación de pertenecer a una comunidad de elegidos genera satisfacción y paz. En ellas, además, se producen mecanismos discursivos exclusivos. En cada grupo evangélico se manejan códigos comunicativos propios que, en muchos casos, solo ellos comprenden (2). Hay otros factores que la sociología y la antropología han analizado para explicar el potente sentido de pertenencia en el evangelicalismo más conservador. Me gusta la propuesta por Veronique Lecaros (2016) en relación con el sentido de reconocimiento: en la congregación evangélica más pobre, el hombre o la mujer más humilde, los “nadies” de Galeano, son reconocidos como un alguien.

El miedo no solo opera sobre el sentido de pertenencia. Aún alejados de ella, muchos creyentes conservadores reaccionan con hostilidad cuando su cosmovisión es puesta en duda, incluso entre quienes son víctimas de ella. El fundamentalismo hace que el individuo autogenere las razones para sustentar su lógica del miedo porque su marco interpretativo de la Biblia y de la vida es circular, cerrado, limitado. Ello explica, en gran parte, la actitud de las mujeres que defienden al pastor Santana o las personas lgbti que defienden vigorosamente creencias que los excluyen de la gracia.

Discurrir sobre el miedo como mecanismo de control del fundamentalismo puede ser extenso. El miedo a la diferencia o a la autonomía merecerían otra reflexión. Es importante entender su lógica en el contexto de la ola ultraconservadora que asola al cristianismo y a la política latinoamericana. Puede ayudarnos a comprender por qué las masas fundamentalistas asumen una acción política tan aguerrida contra lo que conciben una amenaza para sí mismos y para el mundo, su visión del mundo. Los líderes político-religiosos que acaudillan esta oleada están explotando eficientemente esta lógica del miedo para imponer sus políticas de odio. Conocen las sensibilidades de los creyentes, sus temores, y sobre ellos han construido su narrativa de miedo. Sus discursos funcionan porque operativizan las ansiedades sobre las cuales el fundamentalismo se sostiene. Y del miedo se deriva el odio. Sin miedo el fundamentalismo se desarticula.

Pero no todo es miedo en el mundo evangélico, en el cristianismo, en las religiones. Como bien dice Juan José Tamayo, el fundamentalismo no es consustancial a las religiones, “constituye, más bien, una de sus más graves patologías” (Tamayo, 2009, p. 74). La patología fundamentalista ha desdibujado el rostro público de lo cristiano. Es tristemente paradójico que en el cristianismo, el miedo se haya superpuesto sobre uno de los valores más potentes producidos por esta fe para la convivencia humana: el amor. Entre el miedo y el amor se pendula el cristianismo.

Notas

(1) La doctrina del arrebatamiento es parte del dispensacionalismo, un sistema de interpretación de la Biblia que surgió en el seno del protestantismo británico en la primera mitad del siglo XIX. El dispensacionalismo sostiene que la acción de Dios se desarrolló a través de siete eras, o “dispensaciones”, en cada una de las cuales actuó utilizando distintos medios para administrar sus planes sobre la humanidad. Esta manera singular de interpretar la revelación se basa, a su vez, en una interpretación fundamentalista de la Biblia: literal y ahistórica. El clérigo anglicano John Nelson Darby (1800-1882) es considerado como el “padre del dispensacionalismo”. Sus ideas se difundieron luego en el protestantismo norteamericano gracias a la Biblia anotada de Scofield, una versión que incluía anotaciones que ajustaban el texto bíblico al sistema interpretativo dispensacional. El dispensacionalismo es una de las fuentes ideológicas sobre las cuales se construyó el fundamentalismo evangélico en Estados Unidos.

(2) En la tesis de Miguel Garay (2006) se examinan, por ejemplo, las particularidades sociolingüísticas de las comunidades evangélicas a partir del análisis de los sermones.

Referencias bibliográficas

Garay, M. (2006). Sociolingüística del discurso religioso: la predicación de la Iglesia Evangélica. (Tesis de licenciatura, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Facultad de Letras y Ciencias Humana, Escuela Académico-Profesional de Lingüística).

Lecaros, V. (2016). La conversión al evangelismo. Lima: Fondo Editorial de la PUCP.

Oviedo, A. (2018). Entre la pureza y el peligro. El individuo dentro del Movimiento Misionero Mundial. (Tesis de licenciatura, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Facultad de Ciencias Sociales, Escuela Académico-Profesional de Sociología. Lima, Perú).

Tamayo, J. J. (2009). Fundamentalismos y diálogo entre religiones. Madrid: Trotta.


Escrito por

Juan Fonseca

Historiador, editor y docente universitario. Interesado en reflexionar sobre la religión, la política, la historia y las sexualidades.


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