#ElPerúQueQueremos

Imagen: Shutterstock

La cruz y el arcoíris

El factor religioso en la acción política por los derechos de la diversidad sexual en Latinoamérica

Publicado: 2019-05-23

En los últimos años, la política latinoamericana se ha enriquecido gracias al aumento de representantes lgbti en las diversas instancias de la administración pública: ministros, parlamentarios, alcaldes, concejales, etc. Este avance de la representación política de las diversidades sexuales tiene como contraparte, no obstante, a la ola ultraconservadora que ha puesto en jaque los procesos de reconocimiento legal de los derechos de aquellos colectivos.  

Este asunto fue uno de los temas tratados la semana pasada en el IV Encuentro de Liderazgos Políticos LGBTI de las Américas celebrado en Bogotá. Es un fenómeno que provoca una lógica preocupación entre los liderazgos lgbti pero que, me parece, no termina de ser suficientemente comprendido. Es que para entender con profundidad los alcances de la ola conservadora, es necesario reflexionar a partir del reconocimiento de la transversalidad del factor religioso en las sociedades latinoamericanas. No solo como una “amenaza” coyuntural para los derechos de la diversidad sexual, sino como una variable que debe ser tenida siempre en cuenta en la acción política que busca el reconocimiento de dichos derechos.

Esto implica tener en cuenta tres aspectos: la fortaleza de la religión en las sociedades latinoamericanas, la imbricación entre religión y diversidad sexual en los espacios sociales que las representan y las posibilidades estratégicas de una articulación con el progresismo cristiano.

Sobre lo primero, no cabe duda de que en las sociedades latinoamericanas persiste la fuerza de la religión. Según el estudio del Pew Research Center (2014), la adherencia de los latinoamericanos al cristianismo permanece siendo hegemónica (92 %) y su nivel de práctica religiosa muy alta. Según un estudio de Gallup (2015), Latinoamérica es un continente con alto nivel de práctica religiosa, con Perú y Colombia como los países de la región con más alto nivel de religiosidad (82 %). Aunque estudios recientes muestran que esto está cambiando dramáticamente, el nivel de práctica religiosa sigue siendo alto: 43 % de la población según Latinobarómetro (2017). Más importante aún es el dato que revela la confianza que la población tiene sobre la Iglesia católica (65 %), aún a pesar de su creciente desprestigio por el escándalo de la pederastia clerical. Este último estudio también refleja que la población evangélica (19 %) es la que muestra el nivel más alto de práctica religiosa (alrededor del 60% de quienes se identifican como evangélicos), mientras que entre los católicos es notoriamente menor. Esto es corroborado por estudios previos, como el de Pew (2014), que muestra, por ejemplo, que en el Perú, solo el 19 % de católicos realiza prácticas religiosas con frecuencia, mientras que el 51 % de evangélicos hace lo mismo. El catolicismo sigue siendo mayoritario pero con una baja práctica religiosa, mientras que los evangélicos son una minoría, pero con una mayor militancia. Su capacidad de movilización ha quedado demostrada en las marchas antiderechos de la “franquicia” Con mis hijos no te metas a lo largo del continente.

Estos datos muestran que en nuestras sociedades -salvo Chile y Uruguay- la religión sigue ejerciendo una poderosa influencia y que, entre sus diversas expresiones, es el cristianismo evangélico el que muestra un mayor nivel de militancia. Si esto es así, ¿por qué nuestras elites políticas desarrollan sus propuestas sin considerar la variable religiosa? En particular, ¿por qué los liderazgos políticos progresistas, en particular los lgbti, construyen legislación inclusiva sin tener en cuenta el poder de la religión en su población? ¿es que los cambios en la legislación a favor de las minorías sexuales han avanzado más rápido que los cambios en las actitudes culturales hacia la diversidad sexual? Mucho más importante aún, ¿no es este un factor fundamental para comprender la fuerza de la ola ultraconservadora en los últimos años, en particular en países con una alta tasa de práctica religiosa? No creo que esta verificación deba llevarnos a una actitud pesimista, asumiendo a la religiosidad como un obstáculo monolítico para lograr una sociedad más inclusiva con las mujeres y las minorías sexuales. Lo que cuestiono es el desdén de nuestras clases políticas para entender lo religioso como un factor inevitable en nuestras sociedades. Para que comprendan que cuando plantean normas que buscan modificar hábitos en la convivencia o actitudes culturales deben tener en cuenta que ellas se aplicarán en un universo altamente creyente. No es para inhibirse, pero sí para tenerlo en cuenta y, a partir de ello, plantear estrategias políticas adecuadas que faciliten la aplicación de dichas normas.

Esto nos lleva a plantearnos el reto de repensar el tipo de laicidad que defendemos en Latinoamérica. No estamos en la Europa postcristiana ni tampoco en el África o el Medio Oriente ultracreyente. Estamos en un continente donde las elites políticas y culturales han construido estructuras políticas y jurídicas bajo el paradigma de la laicidad, pero cuyos sectores populares siguen siendo altamente creyentes. Los Estados latinoamericanos han construido laicidades institucionalizadas en medio de un mar de fe. Para algunos sectores laicistas radicales la salida pareciera ser simplemente esperar el decrecimiento de la religiosidad. Los casos de Chile y Uruguay los entusiasman. Pero aún allí, la religión persiste y ha despertado en su expresión política más intolerante.

Esto nos lleva al segundo punto. Por mucho tiempo se asumió que la práctica religiosa y la diversidad sexual son esferas mutuamente excluyentes. La parroquia y la discoteca gay como símbolos de dos mundos que no se deben mezclar y que si lo hacen, representan básicamente la hipocresía de uno y otro lado. En la práctica son dos espacios simbólicos que se entremezclan. Anochecer en la discoteca para amanecer en la iglesia no es un fenómeno necesariamente inusual. En realidad, las iglesias están llenas de gente de la diversidad sexual, y las discotecas de “ambiente” de creyentes.

La religiosidad lgbti es una realidad confirmada por los datos. Según un estudio del Pew Research Center (2017), el 51 % de la población lgbt estadounidense se adhiere a una religión. En Latinoamérica no hay estudios similares, pero, dado el alto nivel de religiosidad en el continente, es factible pensar que existe un gran número de personas lgbti en las iglesias. La Iglesia católica ha sido uno de los principales refugios para las disidencias sexuales, en particular entre su clero, como lo señala Fredéric Martel en su reciente libro Sodoma: poder y escándalo en El Vaticano. No obstante, la vida de los católicos lgbti dentro de la Iglesia no es sencilla, lo que propicia que lleven una doble vida, entre la parroquia y la discoteca, o simplemente abandonen la Iglesia. No obstante, abandonar la Iglesia no implica necesariamente que dejen de creer. La espiritualidad de las disidencias sexuales se vive en los márgenes de la institucionalidad religiosa pero no por ello con menos intensidad.

En el caso de las iglesias evangélicas, la vida de los creyentes lgbt es, creo, mucho más complicada, pues el discurso homófobo sueles ser mucho más explícito y violento, en particular entre los grupos más fundamentalistas. Además, el control sobre la conducta en comunidades más pequeñas y cerradas suele ser mayor. No obstante, el fenómeno de las megaiglesias está permitiendo, paradójicamente, que muchos lgbti vivan su fe dentro de esas masas anónimas de creyentes que, con frecuencia no se conocen entre sí. Una pareja de amigos gays que asiste a la Iglesia Camino de Vida en Lima me cuenta que no se sienten discriminados, pues el pastor no suele mencionar el asunto de la homosexualidad en sus prédicas y que la poca gente con la que alternan en la iglesia es más o menos tolerante, aunque siempre tienen la esperanza de que Dios “cambie” a mis amigos.

Entre la comunidad trans, la religiosidad suele ser mucho más elevada. Amigos y amigas que trabajan de cerca con comunidades trans me cuentan de su profunda espiritualidad, particularmente ligada a la religiosidad popular católica o a religiosidades no cristianas. En el Perú, la devoción a Sarita Colonia, una santa no oficial, ha tenido a la comunidad trans como una de sus principales devotas desde sus inicios. En Colombia, por poner otro ejemplo, el culto a Julio Garavito, otro santo popular, es muy sólido en la comunidad trans, en particular entre las trabajadoras sexuales.

A pesar de las evidencias de una fuerte religiosidad entre las diversidades sexuales, ciertos sectores del activismo lgbti suelen considerar a lo religioso como un obstáculo, como el enemigo, desconociendo así la dimensión espiritual que está presente en la vida de muchos integrantes de los grupos que dicen representar. Por supuesto que un activismo ateo o increyente es absolutamente respetable. Pero también debería serlo aquél que incorpora lo religioso dentro de su plataforma de lucha, no para legitimar la homofobia/transfobia de la institucionalidad religiosa, sino más bien para cuestionarla con sus propias herramientas discursivas.

Esto me lleva al último punto de mi reflexión. Desde hace varios años, crecen a lo largo del continente diversos grupos cristianos abiertamente lgbti. Están desde aquellos que reproducen los modelos institucionales del establishment cristiano (las denominaciones lgbti como la Iglesia de la Comunidad Metropolitana o la Iglesia Cristiana Contemporánea del Brasil), hasta aquellos que buscan construir formas de eclesialidad autónomas (la Comunidad Cristiana Ecuménica Inclusiva El Camino en Perú o la Comunidad Cristiana de la Esperanza en México). Además, cada vez más denominaciones cristianas establecidas se abren a la diversidad sexual, ya sea creando parroquias o ministerios específicos para la comunidad lgbti (Iglesia Luterana Costarricense o la Iglesia Episcopal Salvadoreña) o abriendo plenamente sus comunidades a la diversidad sexual (Iglesia Evangélica del Río de la Plata, la Iglesia Episcopal del Brasil, la Iglesia Evangélica de Confesión Luterana en Brasil, etc.).

Teniendo en cuenta este panorama, ¿no convendría involucrar a las iglesias cristianas inclusivas en los procesos de lucha por los derechos de la diversidad sexual en Latinoamérica? Teniendo en cuenta que el discurso religioso es uno de los componentes clave de la ola homófoba que se expande por el continente, ¿no sería estratégico confrontarlo desde el propio discurso religioso? Desde una estrategia comunicacional resultaría sumamente eficiente desarticular los discursos de odio adornados con citas bíblicas con un discurso de amor e inclusión que también se basan en el texto bíblico pero desde una lectura crítica, contextual y liberadora. En lugar de confrontar, como suelen hacer los medios, a un vocero del fundamentalismo religioso con uno del activismo lgbti o feminista, se le debería confrontar con un vocero que representa la perspectiva progresista de la fe. No es que la religión esté contra la diversidad sexual, sino es el fundamentalismo religioso el que se le opone. Eso sería útil para las propias iglesias, pues reflejaría que dentro de ellas no existen posiciones monolíticas sobre la sexualidad, sino que la fe puede ser pensada y vivida desde distintos paradigmas, algunos que oprimen y otros que liberan.

Por supuesto, no considero que estas propuestas deban reemplazar la esencia laica y humanista de las luchas políticas por los derechos de la diversidad sexual. Lo que propongo es que la variable religiosa sea tomada en cuenta, no como un fin en sí mismo, sino para enriquecer las metodologías que permitan alcanzar los sueños de igualdad y justicia para las disidencias sexuales en el continente. Las religiones no son el problema, sino algunas de sus expresiones más intolerantes, que lamentablemente han enfervorizado los miedos colectivos de nuestro conservadurismo social. Tampoco son la solución por sí mismas, pero sí pueden contribuir con recursos discursivos para construir la justicia sin debilitar el sentido republicano y laico de nuestras democracias.


Escrito por

Juan Fonseca

Historiador, editor y docente universitario. Interesado en reflexionar sobre la religión, la política, la historia y las sexualidades.


Publicado en